Terciopelo rojo.

La lluvia tamborileaba contra las ventanas de la cocina en aquella fresca tarde de otoño, y los dedos de la señora Pierce replicaban dicho sonido sobre su taza de té, mientras su mirada se perdía en el infinito de forma ausente.

Tras unos segundos, volvió en sí, y paseó la mirada a través de la cocina lentamente, mientras se llevaba la humeante taza de té a la boca, comprobando de forma cautelosa con la lengua si dicha bebida tenía una temperatura adecuada para su consumo, y dando un lento sorbo al comprobar que así era. Si bien algo inquieta por lo que estaba por venir, en el fondo una especie de alegría nerviosa la invadía. En su tour visual por la habitación, reparó de forma más atenta y observadora en diferentes partes de dicha ubicación, descubriendo detalles que hasta entonces había tendido a ignorar. Las paredes, recubiertas por un embaldosado blanco, se dividían en segmentos cuadrangulares que albergaban diferentes objetos cotidianos en diferentes partes, como si se tratase de una partida de “hundir la flota”. Un reloj circular cuyo fondo estaba bordado a mano, reflejando diferentes frutas de acuerdo con las 12 horas, un calendario ajado de hacía 3 años, que no se había molestado en cambiar y que se había quedado estancado en marzo, un radiador que invadía parte de la pared a cambio de la garantía de no pasar frío en invierno, un pequeño colgador del que pendían pequeños trapos de cocina y un delantal con bordados rojos y blancos a cuadros, y algún que otro objeto de uso diario.

Tras casi haber terminado su bebida por completo, la señora Pierce la dejó sobre la mesa, contemplando los objetos que tenía delante de ella. 7 piezas diferentes que conformaban un curioso puzle capaz de solucionar todos sus problemas. Con decisión, empezó a armar dicho rompecabezas, con las manos aún temblorosas por los nervios. Paso a paso, fue encajando todas las piezas donde correspondían, hasta que terminó con la última, oyendo un “click” que indicaba que había resuelto el acertijo de forma satisfactoria.

Dejando el puzle encima de la mesa, tomó la taza de té en sus manos, ingiriendo el poco líquido que en ella quedaba mientras miraba de forma ausente al atardecer, que luchaba con todas sus fuerzas por arrojar los últimos rayos de luz sobre todo lo que había a la vista. Una vez la hubo apurado, volvió a poner toda su atención en el objeto que había depositado sobre la mesa.

Lo cogió con ambas manos, creyendo fervientemente que la mágica solución a todos sus problemas estaba justo delante de ella. Colocó el objeto justo donde correspondía y, con una sonrisa,

 

apretó el gatillo.

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